Guatemala
La poesía, la compañía y las cosas de la vida
I
En la mañana un poco de avena. Me encuentro en la habitación entreabriendo aún los ojos mientras bebo su lechosa consistencia aguardando la energía que la afama. Mi compañera ha traído el tazón a la cama donde todavía permanezco. Necesito espantar el sueño que por el recuerdo no se va. Pronto el dormitorio va retomando la apariencia de siempre y me paso el último sorbo. De nuevo el día. Santuiseña: qué buena compañía; qué suerte poder contar con ella, con su permanencia después de tantos años: camina y camina conmigo, venciéndolo todo, los trabones diversos de la vida, los traspiés. Nos amamos.
Sigo vivo de manera persistente en un país donde la muerte perpetrada sorpresiva e inesperada es común. Casi tan natural como lo es el saludo cotidiano en el vecindario. Pero, en fin, un día más a favor o en contra. Depende. Se me vienen, en sucesión, las imágenes; las escenas adelantadas de las calles que recorreré de nuevo para encontrar la clave del respirar, del respiro. Indagar el sentido que ha de tener el acertijo es lo que me importa. Es la lucha contra la angustia: la búsqueda de un bienestar que no siempre se obtiene a cambio de dinero. Encontrar la causa del reír y del sentir los pies avanzando hacia la novedad cotidiana. El hallazgo de simbologías en los andenes callejeros rotos de ir y venir. El descifrar los garabatos, las exigencias, las súplicas abandonadas en las viejas paredes interminables del Centro Histórico de esta ciudad capital guatemalteca. Las rústicas palabrotas en las puertas de los vecindarios; esos lugares, esos espacios donde se evidencia la maquina multitudinaria del pueblo.
Van llegando las frecuencias significantes, las dimensiones alteradas por el crecimiento anárquico urbano. Van llegando los campanarios que quedaron diminutos ante las altas edificaciones, claro, excepto las torres amarillentas de la metropolitana Catedral que aún llenan de campanadas la Plaza de la Constitución poblada de gente, de sanates y palomas. Y no faltan las cabras lecheras y el pastor que completa el paisaje con su toque bucólico. Y ahí están también los silencios prolongados en las sombras del día y de la noche. Viejos y viejillas en harapos con sus entrecejos escrutadores. Ladronzuelos, orfebres, vendedores de maicillo para los cientos de palomas; mariguanos por los rincones con el retumbe tamborero constante del gurpo garífuna que llena de danza el gran espacio abierto de la Plaza. Indigentes con sus tristezas. Borrachos en resaca. Turistas casi extraterrestres visitando un país macondiano, o mejor aún, un país que posiblemente representa lo xibalbiano. Putas deambulando desvelos o, como se dice con corrección política ahora, "sexoservidoras" pululando por ahí hartas del vivir y la desesperanza. Jóvenes colocando sus ventas callejeras en las esquinas atentos a la persecución municipal. El Centro Histórico de la protesta guatemalteca eleva el grito ciudadano hasta los confines de la existencia en este territorio que a algunos se les ocurrió llamarle Guatemala.
También están los ojos de las muchachas. Las parejas besándose interminablemente mientras descansan al borde de la fuente luminosa. Los soldados que custodian el rebautizado Palacio Nacional de la Cultura y las ratas que corren en los jardines de la Plaza.
Episodios de la cotidianidad. Escenas de las cosas y de los seres constantes en el viejo Centro de la capital de Guatemala. Es el movimiento de imágenes y sonidos; las dimensiones humanas y arquitectónicas que se encuentran mientras se avanza a pie paso a paso por la zona metropolitana de la ciudad. Un mundo que se lee irremediablemente crudo porque la realidad más evidente del país la marcan las exigencias sociales en la calle. Hay un goteo poético en este lugar de barrios centenarios y protestas.
II
Lejano bar
La chica en la esquina del bar. El hombre que la devora; que la consume en el beso que escapa y queda para siempre en la boca y en el espacio. Concluirá la vida. Ella no lo olvidará porque el del beso ha firmado ya la muerte al fondo del enorme puente. Importante es la pasión en el discurrir abigarrado de la existencia. Acaba a cada instante en la morgue de los hospitales públicos. Algunos adinerados mueren indiferentemente infelices o bendecidos entre médicos y curas o monjas empresariales que correrán en su día la misma suerte. Cuestión de fantasear con la señora muerte y concluir inertes en una morgue de pobres o ricos. Es cuando los fantasmas de Asturias, de Salarrué o aun de García Márquez sugieren la extraña magia que flota por dondequiera en toda la realidad fantástica de la vida y de la muerte. Porque la muerte es magia heredada de la vida y esa es la pregunta que hemos de preguntarnos si en verdad hay linterna en la región de nuestros supuestos talentos.
Por eso la poesía. Y la música y la pintura. Y por eso la mujer. Y también el amigo que se acerca y nos confía algún temor o cierto importante pero discretamente oculto éxito. Mi fórmula es discurrir el tiempo deambulando a pie por maravillosos barrios céntricos donde me permito, donde quiero vivir a expensas de todo lo que ocurre a mi alrededor.
"No te vayas mi amor", "te quiero Silvia cabrona, volvé", "te quiero mi amor", "Susana y Pedro" son cuentos cortos, brevísimos de la vida de la gente que se lee en las paredes con mensajes de belleza y drama.
III
El duende
La última aventura, esa cosa de la que apenas sobreviví. La intensidad del páramo paradisíaco fue tal que perdí el puesto de timonel y el duende enfiló al país del nunca jamás. La idea llegó cayéndome sin aviso y confié en él, sí, en el duende. Me entregué a él porque le asistía una explicación histórica y porque ésta daba razón de ser al planteamiento de un amor donde se rebasaba la propiedad de un ser sobre el otro y se podía vivir en plena comunidad un hombre y dos mujeres. O al revés. Una suerte de pionerazgo en un pobre país donde se niega la plurinacionalidad que le es esencial. Un bosque era aquel adonde me llevó el duende con su propuesta de una realidad que solo podía concretarse entre seres que llegaran del futuro. Allí una pequeña parte de la Utopía se tornaba real desde que se divisaba su umbral pletórico de flores.
Algún mágico toque hizo surgir el ensueño que pronto fue la nave que despegó. El duende cantó los sortilegios y me perdí en las aguas pensándome en el futuro. Íbamos tres a bordo mas sólo yo me futurizaba mientras mis compañeras entraban en pánico. Naufragó la cápsula y en la embriaguez amanecí derrotado a más no poder con el duende sonriéndome. Desde entonces, siempre dos porque la tres se exilió, la compañera comprende la derrota y su amor es tal que aun lucha en mi compañía. Con el duende, al final siempre somos tres.
La tarde del jueves el duende lanzó el reto de ir a beber cerveza a un bar que él prometía inolvidable. Caminamos hasta llegar al cementerio; yo pensando en las pintorescas cantinas aledañas al lugar y el ente divirtiéndose mediante engaños de no entrar a ningún sitio. De pronto atravesó la avenida y se paró frente al lúgubre portón invitándonos a entrar. No teman, dijo, nos esperan. Hay fiesta ahí, al final.